Releo lo que escribí hace ya algún tiempo y me doy cuenta de
que no hablé específicamente de Vivi, más bien me referí al contexto en que se produjeron las
desapariciones de los alumnos de la antigua Escuela de Periodismo de Mendoza. Hoy quiero saldar esa deuda con ella, con la
que vislumbré que podía ser mi amiga entrañable, mi amiga de toda la vida.
Una vez, allá por el 74, en la casa de la Bertuca, donde todos íbamos a tomar mate con tortitas, la Vivi me
ofreció su amistad. Así, de pronto, dijo que le parecía que yo podía ser esa amiga de la
época universitaria que luego se transforma en amiga vitalicia. Yo sentía una gran admiración por ella y
que me eligiera para ser su amiga, en realidad me emocionó aunque mi timidez no me permitiera expresar mis
sentimientos. Esa tarde, esa conversación en el segundo piso de la casa de la Bertuca, con Hernán, Enrique,
Nadia, Juan, Héctor y los demás, quedaron grabadas para siempre en mi memoria.
Además de estudiar de noche en la Escuela de Periodismo, nos unía el hecho de que las dos éramos
maestras, compartíamos las experiencias y los sinsabores del comienzo de la profesión. La mamá de Vivi
era directora y nos ayudaba con nuestros planes.
Uno de mis recuerdos más vívidos es durante la toma de la Escuela, en la noche, la Vivi envuelta en un poncho,
riéndose de las canciones de Billy Hunt.
Tengo también la sensación de verla tranquilizándome cuando yo estaba aterrada por lo que pasaba, por la
represión, las torturas y el encarcelamiento. Siempre con esa sonrisa franca y abierta, y esa mirada profunda e
inteligente.
Creo que nadie muere verdaderamente hasta que se muere la última persona que la recuerda. Cuando yo me muera,
serán mis hijos los que recuerden a Vivi y luego los hijos de mis hijos. Ellos tienen mi testimonio y la conocen a
través de mí.
Vaya entonces mi homenaje, a través de este relato, para Virginia Suárez, maestra, estudiante de periodismo,
luchadora, amiga de verdad.
Alicia Rodríguez, desde Santiago de Chile en
diciembre de 2005.