María Elena Peter y Armando tenían 33 años. Tenían una hija llamada María
Margarita. María Elena era oriunda de La Pampa, donde
actualmente hay un parque infantil que lleva su nombre. La pareja
fue secuestrada en Morón. No tenemos testimonio de su paso por un C.C.D.
No sabía que María Elena Peter fuera una desaparecida de la dictadura
genocida, hasta que, a raíz de la reapertura de los juicios a los represores por la anulación de las leyes de
punto final y obediencia debida, en 2003, empecé a buscar información sobre aquellos hechos lejanos en el tiempo
y el espacio, primero en Internet y desde México, donde resido desde hace casi 33 años, y después en
viajes sucesivos a Argentina, donde tuve oportunidad de hablar con sobrevivientes y testigos de aquellos actos de barbarie. Es
así como apareció el nombre de María Elena, a quien había conocido en 1964, cuando ambos
ingresamos a la carrera de letras en la Universidad del Sur, en Bahía Blanca. Sabía que María Elena era
oriunda de General San Martín, La Pampa, y como mi interés se focalizó en la represión en esa
provincia -allí se ubica Jacinto Aráuz, lugar donde ocurrieron los lamentables hechos del 14 de julio de 1976 de
los cuales fuimos víctimas algunos profesores y personas relacionadas con el Instituto José Ingenieros- el
nombre de María Elena apareció, ante mi incredulidad, entre los desaparecidos pampeanos. No había vuelto
a saber de ella desde aquellos días lejanos de nuestra vida universitaria. Es muy doloroso que su nombre haya resurgido
en mi vida por algo tan terrible como fue su desaparición forzada. Habría preferido saber de ella por motivos
más acordes con nuestro derecho inalienable a tener una vida plena y prolongada.
Desde que nos graduamos como licenciados en letras, hacia fines de la década de 1960, no había vuelto a saber
nada de María Elena. Incluso no sé si ella llegó a terminar sus estudios, pues el onganiato, anticipo de
lo que vendría después, truncó la carrera de muchos compañeros militantes. Debo aclarar que,
aunque habíamos cursado juntos gran parte de las materias de la carrera, no éramos precisamente amigos. Ella era
una persona con una clara militancia de izquierda, de una tremenda lucidez, y yo, un estudiante avispado, pero un poco al
margen de la política universitaria, por los menos en esos años en que la dictadura militar de Onganía
imponía la abstención. Sin embargo, ambos reconocíamos en el otro esa cosa intangible que hace que las
personas se caigan bien. María Elena era una estudiante muy aventajada que no parecía tener dificultades con las
materias, aunque era bastante obvio que el eje de su existencia no pasaba por graduarse con honores, como el de tantas
compañeras de la carrera. Es más, había algo en ella que evidenciaba que su paso por el recinto
universitario era sólo un medio para acceder a algo más trascendente, lo cual estaba en consonancia con su
rechazo del autoritarismo y de la falta de espíritu crítico que nos aquejaba a tantos argentinos.
En su aspecto físico, María Elena no difería demasiado de otras compañeras de letras y hasta
podría haberse dicho, que en cierto sentido, las aventajaba: siempre impecablemente vestida, maquillada y peinada; sus
ojos verde-grisáceos; sus blusas y sus tacos altos, nada hacía pensar que detrás de su apariencia se
ocultaba un espíritu sensible a las injusticias sociales, menos tratándose de alguien proveniente de una
pequeña y perdida comunidad de la provincia de La Pampa. ¡Cuánto se equivocaban quienes no llegaron a
conocerla!
Valga éste como testimonio a su memoria de alguien que no la olvida.
Guillermo Quartucci
México, D.F., 15 de abril de 2009
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